sábado, 12 de abril de 2008

Fronteras Abiertas. Reflexiones durante un viaje.

Hace unos días inicié un viaje con destino la ciudad de Cusco en la sierra peruana, y aunque me detuve en el camino para visitar a los amigos, la mayor parte del tiempo estuve arriba de un bus trasladándome de un sitio a otro.
En estos viajes la movilidad se reduce a acomodarse lo mejor posible en el asiento, además de ver un festival de películas que tal vez nunca verías ni siquiera haciendo zapping en casa; por lo que uno tiene mucho tiempo para mirar por la ventana, observar el paisaje y pensar el mundo.
La ventana posee esa doble dimensión: por momentos nos permite ver, sobrecogernos con las formas, los colores de ese afuera; y en otros, reflejarnos en la introspección de nuestros propios pensamientos.
Esta doble significación que la ventana posee parte de una experiencia empírica que tal vez todos alguna vez hemos vivido y que logra una significación de profundidad simbólica utilizada en muchas disciplinas artísticas como la pintura, la fotografía y el cine.
Sin embargo estas letras no quieren detenerse en ello, sino más bien en otra dimensión del viaje que vincula estas dos miradas. Un viaje nos permite acercarnos a la noción de no-lugar como espacialidad esencialmente utópica la que, por una parte, debilita las señales limítrofes de territorio y de identidades particulares de lugar, pueblo o nación. Por otra parte este no-lugar nos abre la posibilidad de pensar imaginarnos otros espacios, otras realidades, otras verdades de las vividas: verdades que quisiéramos vivir.
En el viaje experimentamos la mutabilidad del espacio que se transforma en el transcurrir de un lugar a otro; entre una identidad y otra. Me explico, cada lugar se configura al menos conceptualmente como un espacio definido e inmutable. Cusco, por ejemplo se constituye desde una localización geográfica, configuración arquitectónica, traza urbana, individuos que la transitan, vestimentas que ellos y ellas usan, lenguajes y jerga que utilizan, comidas que preparan, fiestas que celebran, la que la distingue de otra ciudad como Santiago y por tanto la constituye como identidad cultural diametralmente opuesta con nuestra capital. Sin embargo durante el viaje, o mejor dicho viajando podemos advertir la transformación geográfica y cultural que en el paisaje acontece; la multiplicidad de matices que suceden permanentemente en él, lo que nos permite comprender las diferencias que van germinando entre estos dos puntos extremos del recorrido. Viajando podemos pensar, imaginar espacios-otros; cuerpos-otros que superan las contingencias políticas de un gobierno, cúpulas de poder o nación.


Quizás por ello viajar sea una de las experiencias estéticas más profundas que podamos experimentar puesto que, frente al acontecer que se abalanza sobre la ventana, tenemos la posibilidad de imaginar nuevos mundos. Frente a la ventana del bus me observo divagando sobre lo posible y observo el mundo que cambia, ya que los límites se tornan difusos y amplios.
Recuerdo cuando digo esto, las pinturas de Rotkho y su cuestionamiento sobre las fronteras del color, al igual que los telares andinos. (Estoy en medio del desierto). Al mismo tiempo escucho las palabras que murmuran mis acompañantes del bus y no logro distinguir su procedencia (me encuentro cerca de Chacalluta). La música que ellos musitan no ha sido cantadas por banderas o tratados.
Pienso en los sueños, en mis sueños, en las fronteras abiertas, en las utopías caídas y en las sobrevivientes que el Arte aún imagina.
Pienso además en mis amigos.
*Texto escrito frente a la ventana de un bus entre Arica y Tacna….hace un par de años durante unas vacaciones de invierno.